(Yo, Marta) Pienso en Malta y tengo pocos pero buenos recuerdos, sensaciones. Por citar una, montar por primera vez en una calesa, y que el hombre que la conducía fuera el dueño de los caballos protagonistas del famoso film de Amenábar, ‘Ágora’. Y es que hace cuatro o cinco años que viajé con una compañera de la carrera a esta isla. «Anna, he encontrado un vuelo baratísimo para el puente del 1 de mayo». «Me apunto; yo me encargo de buscar el alojamiento.» Así fue. Improvisadamente, estaba viviendo
mi primera experiencia ‘couchsurfing’ en Rabat, donde vivía nuestro huésped, Ian, el mejor anfitrión que podíamos haber encontrado.
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Fue breve pero intenso, como suelen decir -mira que cada vez odio más los refranes y amo más el experimento individualizado e individualizante-. Pero así fue. Nuestro avión partía de Barcelona, o Girona, y llegaba al aeropuerto de La Valeta, capital de Malta, donde íbamos a celebrar el día del trabajador, yendo un miércoles y volviendo un domingo. Ajruport Internazzjonali ta’ Malta. Mira que no me esperaba gran cosa, no por nada.Pero fue un aterrizaje forzoso, en el sentido que estaba todo desierto, sin autobuses que pasaran a recogernos, sin ningún rasgo aparente de humanidad.
Pronto logramos escapar de esta primera impresión. No fue para nada complicado. Ian, el maltés que nos acogió en su preciosísima y genuina casa también maltesa de Rabat, nos vino a recoger en coche. Se presentó con un par de cervezas de una muy gustosa marca y nos llevó directamente a uno de los rincones que aún tengo grabados en mi cabeza: la playa montañesa de Ghajn Tuffieha. Allí, tuvimos tiempo para conocernos y romper un poco el hielo, Anna, Ian y yo.
Malta: exótica, histórica e italiana
A partir de ese momento, Ian nos facilitaría toda la información y consejos necesarios, haciendo más cómodo y agradable nuestro viaje a Malta. Con él nos adentramos en la ciudad amurallada de Rabat, testimonio ocre del paso de moriscos, influencias griegas innegables y acentos italianos. Aquí fue donde probamos el plato de conejo que, según nuestro acompañante, es muy popular entre la gastronomía de la isla. También aquí conocimos a los majísimos dueños del cálido Golden Lion Bar que, desafortunadamente, acaba de cerrar, según me informó Ian la semana pasada.
Un acierto fue el día que amanecimos en Malta y decidimos ir a la isla de Gozo (Ghawdex, en maltés). Creo que solamente en Menorca, años después, disfrutaría del juego de colores que teñían el mar; aluciné con la amplísima gama de tonos fríos. Recuerdo que nos montamos en unas barcas con más gente, y los lugareños eran encantadores -tengo que decir a mi favor que amo las islas y los pueblos de pescadores con todo tipo de prejuicios positivos-.
De Gozo conservo en mi memoria su empinada pendiente y también el viento que hacía, además de haber comprado algún que otro souvenir.
En general, el viaje fue un no parar. Pero valió la pena moverse por allí en los característicos autocares de Malta, amarillos por fuera y marrones-multicolor por dentro, que perfectamente podrían calificarse actualmente como vintage. Siendo sinceros, al subir, pensé que no bajaría nunca de aquel trasto: se movía mucho, se le notaban los años. Prontó me tranquilicé, al ver que todo el mundo lo estaba -la velocidad no me preocupaba, he conducido por Roma y Sicilia-. Lo que me cautivó fue el trato del conductor hacia los pasajeros: este puso la radio a todo trapo, mientras sintonizaba canciones de la lista «Hagamos este pequeño trayecto el mejor de nuestras vidas». Me enamoré. Me enamoré porque todos empezamos a cantar o tararear en su defecto la mayoría de clásicos que retumbaban en el autocar. Seguro que era una especie de pedir disculpas o de «disculpen el resto de molestias». A mí, y a Anna creo que también, me/nos convenció.
Comino y La Valletta de día, Sliema de noche
En Comino fue donde nos pusimos morenas. Nosotras y cientos de turistas más que, atropelladamente, se disponían a encontrar sitio en el barco que llevaba a la isla. Qué originales. Ese día no lo recuerdo especialmente bueno, aunque el mar siempre es bien. Lo que sí puedo contaros es el pateo que nos dimos por La Valeta, la «capi». Preciosas, especialmente, las callejuelas que llevaban hasta el mar. El paseo en Calesa fue increíble y el punto final, la noche en Sliema, donde descubrí que en Malta se habla bastante italiano, redondo.
Viviendo Abroad volverá…